
Adrián Dárgelos recibe abierto de brazos, ya en el balcón de los que dan el discurso de campeones, un alud de vitoreos. Los reclama. Los exige, aún con una sonrisa trucha, porque sabe que el Movistar Arena explotado bajo sus pies está engatusado por algo tan impropio para Babasónicos como lo es interpretar dos veces la misma canción en una noche. “Bye Bye” cierra el triunfo de todos sus ataques sensoriales. La elipsis es apenas una cereza al marraschino sobre la pirámide de cuerpos masacrados que habían pasado por andanadas de luces, músicas e imágenes. Segundos antes, la guerra fue rebobinada con el hechizo de “El Colmo”: “Volvamos a cero, borrémoslo todo”. Que las canciones lleven lejos, pero no tanto. Que las trincheras se erijan mágicamente en cada alma, y que las batallas se libren en desigualdad numérica, pero con la supremacía de una máquina propagandística. Así fue la escaramuza.
Empezó, también con “Bye bye”, y Dárgelos lanzándose al centro del público como un Rambo de pacotilla, apuntalado por geometrías digitales y dos arietes picadores de carne: “Los calientes” y “Putita”. Para aplicar a las guarniciones de la canción, que se abalanzaban sobre la pasarela, al tiempo que la banda se replegaba frente a las estructuras de pantallas, hizo falta un fuerte asedio. “Boom, boom, boom”, dispararon los parlantes, cuando ya era demasiado tarde y los bombarderos sobrevolaron al público. Blanco y negro, adornados por cortinas de estrobos. “Flora y Fauno” indicó el primer cambio de ritmo del combate.
“Ingrediente” se deslizó por tubos cual Agente Naranja para lograr la aniquilación nerviosa. En el momento de parálisis, Babasónicos plantó las primeras minas de su discurso con el tándem libriano hit-macarón que resultó “Mimos son mimos” y “Paradoja”, directo desde su último disco, para equilibrar “La (ba)Lanza”, que habría de surcar los cielos en una línea recta perfecta desde detrás de la zanja. A traición, sin avisar, impactó sobre un cuerpo exánime, que codiciaba el barato estribillo y el movimiento descartable. El espejo de pared se empotró de nuevo. “Mentira nórdica” apareció para defender una vez más el bastión, aquel lugar donde se conjuraron tecnologías de seducción masiva. Donde el solapado tráfico de capitales simbólicos confluyó en un Proyecto Manhattan como resultó ser “La Pregunta”.
Rojo furioso, la sangre de los orangutanes convertidos subliminalmente en capellanes relicarios. La epopeya techno pop a prueba de simios, acompañada por glitches y lluvias de TV, todavía no emerge como el potencial virus que es. Las réplicas podrán verse con las generaciones venideras; vástagos deformes que sólo podrán desear tener la cintura de Káiser babasónico como para empalmar paisajes termonucleares con la delicadeza de “Tormento” y devolver, aunque sea por un segundo, una imitación del romper de las olas hecha con bongós. Así debe sentirse el exterminio: “Y cuando parpadees/No estaré más”, porque había comenzado la rave subatómica de “Deléctrico” en un estallido cromático sin medias tintas. De repente, se dividió el átomo de los colores y estallaron los espejitos de colores en forma de caleidoscopio. La sangre lavada con sangre, como luego sucedería con “Desfachatados” y el núcleo fulgurante que subió y bajó como una bola de hidrógeno arrasadora.
Por otro flanco, cuando ya el objetivo era meramente estimar un body count, la versión levité de “Su ciervo” iluminó el campo de batalla con la ternura inocente de quienes buscaban sobrevivientes del Titanic. Pero el ídolo hermoso, los secuaces, no estaban seguros, y arremetieron con sucesivas lluvias de Napalm. “Pendejo”, signada por los destellos verticales de los Black Hawk, y “Sin mi diablo” con columnas infernales que se encendían con cada onomatopeya de silbido que dibujaba el theremin en el aire. Finalmente, con “Irresponsables” Babasónicos convirtió en pulpa los cuerpos con una caballeriza en negativo. Era la risa de la ecuación “anti-rock”, montada sobre su propio enemigo. Engañosa como el Caballo de Troya.
Había quedado claro con “Cretino”. Si éste no era el festival de la canción, ¿qué era si no más que un despliegue de los horrores de la guerra sensorial, del sobreestimulo y la privación deliberada? Esos instantes de cobijo en “Chisme de zorro”, donde los Babasónicos encontraron el candor retrayéndose; “Risa”, cuando se tejió una telaraña fosforescente en donde todos los presentes no eran más que una mosca para la cena; “Cómo eran las cosas”, una intimidad de la noche en la trinchera, todos amuchados, mientras el theremin sostenía un zumbido ensordecedor como la radio de los pichiciegos, o “Suficiente”, equivalente al mítico beso del marine en Times Square. Y Dárgelos coronándolos con una expresión de sorna, alzando los hombros, sonriendo como si en verdad, después de volver sobre los viejos pergaminos de su arte marcial, haya decretado que la demostración estaba terminada.
Las preguntas flotaban en el aire como los espíritus que, junto con la invocación de “Anubis”, habían sido guiados por el sendero hacia el otro lado, un limbo confuso. ¿Cómo se puede ser tan “Carismático”? ¿Cómo se puede advertir “Peligro: mensajes contagiosos”, con fajas de contención, sobre un total y completo hit? Una, y otra, y otra vez. Las mismas canciones noche a noche, incluso en ese círculo perfecto armado específicamente para este momento. Para dar la sensación de que el adiós es despedida y viceversa. Que el medio, efectivamente, es el masaje que deshuesa ideas.
Un tímido reflector de helicóptero buscaba sobrevivientes infieles para convertir mientras sonaba “La izquierda de la noche” y en las pantallas se maquinaba un sigilo: era la luna y el tridente, pero antes fue una delta minúscula —o el equivalente para los cambios minúsculos, interpretar con cuidado—, resabios de sí mismo. Los artificios de la babasonia que entra por la retina. Hasta que “Humo”, una pequeña opereta en sí misma, la metacanción, trajo escalofrios de estrés postraumático. Si la guerra nunca cambia, tampoco lo hacen las subliminalidades. Antes, “Así se habla” había dejado la pista servida. Letras sueltas empapelaron los triángulos de ilusiones ópticas: “Vamos, quiero una explicación”, clamaba Dárgelos mientras la polisemia se amontonaba a sus espaldas. Aquella es la batalla final de Babasónicos: una que se gana mediante el discurso oculto y las armas secretas, pero que todo espectador debe completar repitiendo canciones indestructibles.